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Sedición en Cataluña — Parte 1: Al borde del precipicio

Photo by John-Paul Joseph Henry on Unsplash

Publicado originalmente en inglés: “Sedition in Catalonia – Part 1: On the brink». Miguel Otero

Esta es la primera parte de mi trilogía «Sedición en Cataluña», que explica la situación en Cataluña. Se publicó originalmente en Medium en octubre de 2017.

Después de que mucha gente me haya preguntado sobre Cataluña, he decidido plasmar mis reflexiones por escrito. No soy experto en la cuestión catalana, pero me interesan todos los asuntos relacionados con la economía política internacional y, por desgracia, este ha pasado a ser uno de ellos. [Esta trilogía se actualizó el 19/11/2017.]

Como ciudadano español y europeo, escribo estas líneas embargado por una profunda tristeza. Algo ha ido mal en mi país. Me pregunto cómo puede ser que Cataluña, una de las regiones más prósperas, autónomas, cosmopolitas, modernas y atractivas del planeta esté a punto de lanzarse al abismo. La situación es tan tensa que, en las últimas semanas, el nivel de ansiedad, de visitas al médico y de noches en vela ha aumentado tanto en Cataluña como en el resto de España. Tras el supuesto referéndum del 1 de octubre de 2017 —cuando las imágenes de la policía antidisturbios golpeando a los votantes llegaron a todos los confines del mundo—, la mayoría de mis colegas en Elcano y yo mismo fuimos incapaces de dormir bien. Temíamos que las semanas siguientes fuesen dramáticas, como así ha sucedido.

El 10 de octubre, Carles Puigdemont, presidente de Cataluña, hizo primero una declaración unilateral de independencia, que suspendió segundos después —por el momento— llamando al diálogo. Unos pocos días más tarde, Mariano Rajoy, el presidente de España, le envió una carta preguntando si había declarado la independencia. De ser así, eso desencadenaría la aplicación del artículo 155 de la Constitución española, que suspende el estatus autónomo de Cataluña. Sin embargo, si Puigdemont se retractaba, Rajoy estaría dispuesto a abrir un diálogo, pero siempre dentro del marco legal vigente. En otras palabras, Rajoy envió un mensaje claro a Puidgemont: «la secesión no es una opción, por mucho que se empeñen en ello».

Sin embargo, Puidgemont no ha dejado de empeñarse, porque en su carta de respuesta explicó que la independencia se había declarado, y continuación suspendido, pero que si el Gobierno de España no se sentaba a la mesa de negociación y aplicaba el artículo 155, el Parlamento catalán votaría la declaración de independencia. Esta aparente amenaza permitió a Rajoy someter a votación en el Senado la aplicación del artículo 155 a partir del 27 de octubre y, como respuesta, ese mismo día Puigdemont, hizó lo propio con la declaración unilateral de independencia en el Parlamento catalán. El juego de riesgo se llevó hasta el extremo. Cataluña ahora está gobernada desde Madrid, y Rajoy ha convocado nuevas elecciones en Cataluña, que se celebrarán el 21 de diciembre, mientras que Puigdemont por su parte ha huido a Bruselas.

Este juego de ver quién pestañeaba primero, que nos recuerda al que mantuvieron el gobierno de Syriza y el Eurogrupo en 2015, tiene, desde luego, costes económicos. Durante este tira y afloja diplomático entre Puigdemont y Rajoy, la mayoría de la grandes empresas de Cataluña —incluidos sus dos grandes bancos: CaixaBank y Sabadell— han trasladado sus sedes legales a otros lugares de España. Los empresarios se han hartado del sueño independentista y han empezado a votar con los pies. Alrededor de 150 empresas se han ido de Cataluña cada día desde el 2 de octubre, hasta sumar a día de hoy más de [2.300], pero los [antiguos miembros del Gobierno catalán] no parecen muy preocupados por ello. Afirman que se trata de una estratagema de Madrid contra ellos.

Para incrementar aún más la tensión de todo este drama, el 16 de octubre, Carmen Lamela, una juez del Tribunal Supremo español, envió a prisión, acusados de sedición, a los dos líderes de las principales organizaciones pro-independencia de la sociedad civil, Jordi Sànchez (ANC) y Jordi Cuixart (Òmnium) [y el 2 de noviembre, tras la proclamación de la independencia, también al antiguo Gobierno de la Generalitat al completo, a excepción de Puigdemont y otros pocos miembros que huyeron a Bélgica]. Sí, sedición, que el diccionario Oxford define en inglés como «la conducta o el discurso que invita a las personas a rebelarse contra la autoridad de un estado o monarca». En efecto, lo que hemos presenciado en Cataluña ha sido sedición. Y, créanme, no es por una causa noble (Ghandi no lo vería con buenos ojos). Intentaré explicar por qué en los párrafos siguientes.

Como gallego que habla gallego en casa con sus padres, y nació y se crio en Basilea (Suiza), donde el idioma que se usa en la vida cotidiana es el baseldütsch (bastante distinto del hoch deutsch, el alto alemán), siempre he sentido simpatía por el deseo catalán de preservar la lengua y la cultura regionales. También he admirado la capacidad del pueblo catalán para mantenerse unido, luchar por una mayor autonomía y, cada vez que Convergència i Unió (CiU), su partido «nacionalista» moderadamente conservador, era necesario para construir una mayoría en el Parlamento español, extraer del Gobierno central en Madrid tantas concesiones y privilegios como fuese posible. Sí, en ciertos aspectos admiraba a los catalanes. Pensaba que los gallegos deberíamos hacer lo mismo. Solo así obtendríamos las infraestructuras necesarias para estar conectados con el mundo exterior. Tengamos en cuenta que, todavía a día de hoy, el viaje en tren de Madrid a A Coruña (donde viven mis padres) dura seis horas, mientras que la duración el recorrido entre Madrid y Barcelona (separadas por una distancia similar) es de dos horas y media.

La política —esto es, la política democrática— es un juego, y los catalanes siempre lo han jugado muy bien. Hasta el punto de que han convencido a mucha gente, incluido yo mismo hasta una época relativamente reciente, de que deberían gozar del llamado «derecho a decidir» su futuro (la versión catalana del derecho de autodeterminación). Si los escoceses y los quebequeses tuvieron la oportunidad de decidir en referéndum si querían ser independientes o no, ¿por qué no habrían de tenerla también los catalanes? Las encuestas afirman que en torno al 80 % de los catalanes quieren votar sobre esta cuestión. Siguiendo esta lógica, siempre he pensado que, si una parte desea abandonar la unión, entonces el resto del país tiene un problema. No es lo suficientemente atractivo. Quizá un referéndum (como pensaba cuando vivía en Reino Unido respecto a un referéndum sobre la UE) facilitarían al fin que se expusiesen los argumentos. Los intelectuales y los políticos saldrían a explicar por qué tiene sentido que Cataluña forme parte de España.

Sin embargo, estaba equivocado tanto sobre el Brexit como sobre Cataluña. En los últimos años, tras muchas conversaciones con mi primo, que tiene orígenes gallegos pero nació en Cataluña, se siente catalán y habla catalán a diario, he empezado a cambiar de opinión. Mi primo me expuso claramente que, según la Constitución española —aprobada, dicho sea de paso, por aproximadamente el 90 % de los catalanes en 1978—, el único soberano es el pueblo español y que cualquier decisión que le efecte debe decidirse por el ente soberano español en su conjunto. Dicho de otro modo, si Cataluña vota para ser independiente esto le afectaría a él como catalán pero también a mí como español, por lo que yo debería tener el mismo derecho a votar que él. Vistas desde esta perspectiva, las cosas son ligeramente distintas: España tiene un problema si Cataluña quiere separarse, pero Cataluña, o al menos aquellos en Cataluña que quieren la independencia, también tienen un problema si no son capaces de convencer al resto de los españoles de que al ente soberano español le interesa que los catalanes tengan «derecho a decidir».

Las herramientas democrácticas ciertamente existen. La Constitución española puede, y podría, reformarse para permitir un referéndum vinculante en Cataluña. Para hacerlo, es necesario contar con dos tercios de los votos en el Parlamento español. Es un listón elevado. Pero todas las democracias occidentales avanzadas contemplan un umbral exigente para un cambio constitucional de esta magnitud. Los separatistas en Cataluña afirman que este argumento es falaz, que nunca será posible que alcancen un apoyo de dos tercios en el Congreso español, y que, por lo tanto, tras años pidiendo diálogo, se ven impelidos ahora a seguir la vía unilateral. Este es un argumento débil. Uno no puede decir simplemente: «No me gusta este tipo de democracia. He intentado cambiarla pero no he podido, así que voy a crear mi propia democracia».

Si bien ningún Gobierno español ha tenido nunca el mandato electoral para negociar un referéndum con las autoridades catalanas (porque la abrumadora mayoría de los españoles no lo desean, y esto debe respetarse, algo que olvidan los secesionistas en Cataluña), a lo largo de los años el apoyo a un referéndum vinculante ha ido aumentado en España. De hecho, Podemos, el nuevo partido izquierdista que obtuvo más del 20 % de los votos en las últimas elecciones generales, en 2016, y que suma apoyos en toda España, está a favor de la idea. ¿Quién sabe? Quizá en diez o veinte años esta cuestión concite un amplio apoyo entre los ciudadanos españoles.

Pero no, los secesionistas catalanes no han tenido la suficiente paciencia ni la necesaria estrategia a largo plazo para convencer al resto de los españoles. La independencia debe lograrse ahora, sea como sea. Esto no es muy democrático.

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